Michel Foucault escribió que el poder, enfrentado a los grandes males, construye la «contraciudad». Hablaba así, en Vigilar y castigar, sobre la peste bubónica:

«Contra un mal extraordinario, el poder se alza; se hace por doquier presente y visible; inventa engranajes nuevos; compartimenta, inmoviliza, reticula; construye por un tiempo lo que es a la vez la contraciudad y la sociedad perfecta».

Este fragmento podía parecer abstracto a quien lo leyera antes del 2020, pero leído ahora la impresión es muy distinta. Piénsese en los «engranajes nuevos»: los termómetros lumínicos, los test de antígenos, los ingenios digitales para geolocalizar contactos, los pasaportes vacunales; en la «reticulación»: la división del territorio en infinidad de parcelas cuyas lindes estaba prohibido cruzar; piénsese, sobre todo, en la inmovilidad: el encierro de poblaciones enteras en sus casas. La «contraciudad» de Foucault es la anticiudad, la anti-polis o antipolítica: la negación de la vida cívica y el gobierno autoritario por decreto.

El derrumbe de la ética

El filósofo italiano Giorgio Agamben se preguntó desde el comienzo cómo era posible que un país entero se derrumbase en términos éticos y políticos ante una enfermedad. Para Agamben, evaluar la abdicación de los principios éticos es muy fácil: consiste en platearse dónde está límite a partir del cual no estamos dispuestos a renunciar a nuestra humanidad. Hasta la irrupción del SARS-CoV-2, ese límite estaba en el umbral que separa lo público de lo privado, lo que puede y no puede hacer el Estado con su poder en nuestros espacios de intimidad. El límite estaba, por ejemplo, en la posibilidad de encerrar a la gente en sus casas.

Con una mirada más analítica, el derrumbe ético se manifiesta en el quebranto de los principios que debían regir la gestión de la epidemia. Los bioeticistas llevaban decenios teorizando estos principios, que tenían correlato práctico en las directrices de la OMS y los protocolos que debían seguir los gobiernos. Estos principios eran, resumidos, los siguientes:

  • Eficacia, utilidad, necesidad

El confinamiento es una medida inédita, no estaba contemplado en ningún plan de gestión de epidemias y su eficacia era desconocida. Al contrario, las restricciones a la movilidad estaban desaconsejadas por la falta de sustento científico y quedaban fuera de toda consideración ética por su carácter extremo e inhumano. Copiando el modelo chino, los gobiernos de países como Italia y luego España se dejaron llevar por el pánico y los modelos matemáticos apocalípticos, amparándose en un criterio de precaución mal entendido, que también debería haberse aplicado a la inversa. Con el tiempo se ha visto que los mejores resultados epidemiológicos no corresponden a los países que impusieron los confinamientos más duros, mientras que los estudios publicados en estos tres años parecen corroborar la escasa o nula efectividad del confinamiento domiciliario.

  • Proporcionalidad, mínima restricción, respeto por las personas

Aun aceptando la aplicación de una medida desesperada, sin haber hecho un balance adecuado de beneficios y riesgos, lo exigible habría sido observar los principios de proporcionalidad y mínima restricción. En el caso español, se tendrían que haber permitido las salidas para hacer deporte, los paseos al aire libre, las unidades convivenciales entre personas solas o parejas no convivientes y todos los mecanismos de alivio que sí existieron en otros países de nuestro entorno y que, tal como han admitido los propios gestores de la emergencia, eran inocuos. El confinamiento a la española fue desproporcionado.

  • Equidad, reciprocidad, solidaridad

El confinamiento es una medida discriminatoria, que empujó a la pobreza a personas que ya pasaban apuros serios. Se aplicó sin distinción a toda la población, banalizando las nociones de igualdad: núcleos rurales o urbanos; viejos o jóvenes; pobres o ricos. Por otro lado, se hicieron llamamientos espurios a la solidaridad, que enmascaraban la escisión entre una clase privilegiada, que podía respetar el confinamiento con todas las comodidades, y una clase desfavorecida, recluida en pisos minúsculos y oscuros, además de los trabajadores «esenciales» expuestos al contagio y recompensados sólo con aplausos y proclamas grandilocuentes.

  • Justificación, transparencia, libertad

La gestión de gobiernos como el español fue netamente vertical, vehiculada en el lenguaje bélico, el amedrentamiento y la exageración impúdica de los riesgos. No hubo diálogo social ni participación de la población, sino unas órdenes que cumplir so pena de multa, prisión y escarnio social.

El dogma covídico

El análisis principialista permite afirmar que el confinamiento español no reunió las condiciones mínimas para considerarlo una medida ética. Es lo mismo que decir que fue inmoral. Así lo piensan también destacados epidemiólogos, como Mark Woolhouse, que asesoró a los gobiernos británicos y escocés en la gestión de la pandemia, y que lamenta la ausencia de la bioética en las decisiones tomadas.

Pero esa visión es minoritaria; la gente quiere olvidar. Lo constatamos en marzo, cuando se cumplieron tres años del confinamiento: los medios de comunicación han renunciado a hacer un balance de los sacrificios asumidos y se quedan en lo anecdótico, en el relato heroico de un pueblo unido ante la adversidad. Tampoco hará ese análisis el gobierno, y mucho menos en un año electoral.

Además de falaz, el dogma de que no había alternativa es peligroso: es un desprecio de la rendición de cuentas ante los ciudadanos; diluye la responsabilidad de haber cometido un abuso de poder, por mucho que pretendan justificarlo en los fines; supone aceptar que es lícito suspender las libertades civiles ante cualquier amenaza grave para la nación, sin que esté claro cómo baremar su gravedad. Se abre así la puerta a que en la próxima pandemia —que la habrá— caigamos en la misma desmesura inútil, si no en algo muchísimo peor.

Lorenzo Gallego es traductor y máster en bioética.