Hay una pregunta básica en democracia: ¿quiénes deben tener la autoridad de influir en la manera de educar a los ciudadanos? Es una pregunta muy pertinente que ha generado un intenso debate en nuestro país gracias a que Vox se ha posicionado claramente en la respuesta: los padres y las familias.

Como dice Amy Guttman en la obra que seguiré en esta reflexión:

«las controversias políticas sobre los problemas educativos son una fuente particularmente importante de progreso social, porque tienen el potencial de educar a muchos ciudadanos».

Así que, en este sentido, bienvenido sea el debate y la controversia y, gracias VOX por contribuir a mejorar nuestra democracia provocándolo.

Las posiciones conservadoras son claras en relación con, por ejemplo, la educación sexual en la escuela (los cinco grandes temas de la educación sexual son el aborto, la anticoncepción, la masturbación, la homosexualidad y la violación) y consideran que el estado no debe inmiscuirse en la educación moral alrededor de la sexualidad porque es responsabilidad estricta de la familia.

Las teorías liberales (Amy Guttman utiliza liberalismo en el sentido norteamericano por lo que elegiremos el término estatismo para que no sea confuso), por contra, consideran que la educación debe dar la oportunidad de que los individuos asuman la responsabilidad de sus propias vidas accediendo a un conocimiento que, se considera, es objetivo. Desde este punto de vista, los cursos de educación sexual deberían ser obligatorios para todos los los niños, independientemente de la opinión de la familia.

Ambos extremos son autoritarios y relativistas. Las teorías estatistas asumen que alguna entidad -el estado o quién decida los contenidos del curriculum (Guttman lo llama el «estado familia»)- sabe la verdad sobre cómo se debe educar acerca de cuestiones de sexo (autoritarismo) cuando es obvio que esa supuesta verdad va cambiando con el tiempo (relativismo). Es decir se impone como objetivo algo que no lo es.

Las teorías conservadoras defienden, por contra, que como nadie está en posesión de la verdad (relativismo), la educación solo debe ser la de los padres, sin que los hijos puedan tener acceso a otras perspectivas (autoritarismo) (Guttman lo llama el «estado de las familias»)

¿Estamos condenados a tener que elegir entre dos modelos educativos que son, ambos, de distinta manera, autoritarios y relativistas?

Hay una alternativa: el «estado de los individuos». Esta posición es crítica con cualquier autoridad que quiera influir en los alumnos. Como explica Guttman sobre esta opción:

«El ideal de autoridad educativa sería aquel que permitiera maximizar la futura elección sin predisponer a los niños con respecto a ninguna concepción de buena vida… Una autoridad educativa justa no debe sesgar las elecciones de los niños entre buenas vidas, sino que debe dar a cada niño la oportunidad de elegir libre y racionalmente entre el rango más amplio posible de opciones de vida»

Pero ¿qué significa «elegir libre y racionalmente entre el rango más amplio posible de opciones de vida«?. Porque la capacidad para la elección racional requiere poner ciertas limitaciones en las elecciones de los niños. Como expresa Guttman:

«Para tener un sentido racional de lo que queremos ser, necesitamos saber quiénes somos, si no, nuestras elecciones serán infinitas y sin sentido»

Claro. Aprendemos castellano y no urdu porque esa es nuestra cultura. La determinación cultural limita el rango de nuestras futuras elecciones. En este sentido, el estado de los individuos permitiría solo una intervención externa con el fin de definir y acotar contenidos que presenten «coherencia cultural». Es decir, desde el punto de vista del estado de los individuos, se trataría de restringir en cierto modo la libertad de elección de los jóvenes (que solo podrían ser educados en aspectos coherentes con la cultura predominante) pero solo si esa restricción es capaz de maximizar su futura capacidad de elección.

Pero ¿qué es más importante, la libertad de elección o la virtud? Muchos padres pueden reclamar legítimamente fomentar la virtud:

«Considerando que algunos ciudadanos valoran la virtud, otros la libertad, y que estos dos objetivos no conllevan prácticas pedagógicas semejantes, el objetivo más liberal no puede reclamar una posición política privilegiada»

¿Cómo encontrar entonces un fundamento más inclusivo del contenido de la educación pública? Amy Guttman lo tiene claro: mediante la participación y la introducción de los docentes y las instituciones docentes en la ecuación:

«La amplia distribución de la autoridad educativa entre ciudadanos, familias y educadores sostiene el valor esencial de la democracia»

Por eso, no es posible justificar la autoridad ni del estado ni de las familias para decidir el contenido educativo en democracia; ni tampoco es posible maximizar la libertad de elección de los individuos como si todas las opciones fuera igual de buenas. Ninguna de estas tres perspectivas (estado, familia e individuo) aporta el fundamento de la educación democrática aunque todas tienen parte de razón:

«A diferencia del estado familia, el estado democrático reconoce el valor de la educación de los padres para perpetuar concepciones particulares de la buena vida. A diferencia del estado de las familias, un estado democrático reconoce el valor de la autoridad de los docentes para permitir a los niños apreciar y evaluar formas de vida diferentes a las preferidas por sus familias. A diferencia del estado de los individuos, un estado democrático reconoce el valor de la educación política para predisponer a los niños a aceptar aquellos estilos de vida que sean coherentes con la noción de compartir los derechos y responsabilidades de la ciudadanía en una sociedad democrática»

Familias, estado e individuos (alumnos) son, por tanto, muy importantes y deben hacer aportaciones a los contenidos siempre que no limiten la posibilidad de que los niños y niñas adquieran virtudes y conocimientos que permitan la deliberación crítica. Por eso, para garantizar el acceso de niños y niñas a la deliberación crítica, los docentes tienen la legitimidad democrática de poner límites a la autoridad de las familias y del estado.

Estos límites de los docentes (con apoyo de los órganos de participación y gobierno de las instituciones de enseñanza) a la autoridad de las familias y del estado se sustenta en su obligación de proteger a los niños y niñas de dos disvalores: la represión y la discriminación:

«Ni el estado ni las familias pueden utilizar la educación para restringir la posibilidad de deliberación racional entre concepciones competitivas de buena vida y buena sociedad»

Este límite implica que los docentes, repito, con apoyo de los órganos de participación y gobierno de las instituciones de enseñanza, donde están representados administración y familias, deben tener autoridad para inculcar en los niños y niñas rasgos de carácter como la honestidad, la tolerancia y el respeto mutuo por las personas, ya que estos valores son el fundamento de la deliberación racional sobre estilos de vida divergentes. Además, no se puede permitir que ningún niño o niña quede excluido de esta educación. 

El PIN parental va contra la educación democrática porque otorga legitimidad a que las familias restrinjan el acceso de los niños y niñas a ciertos contenidos que, según los docentes, tras un proceso de gobierno y participación institucional, les permitirán desarrollar un sentido de la tolerancia y respeto al diferente, como aquéllos que divulgan otras religiones, otras perspectivas morales u otras identidades de género.

El PIN parental va contra la educación democrática porque otorga legitimidad a las familias para que restrinjan el acceso de los niños y niñas a conocimientos que les permitirán una deliberación racional sobre aspectos fundamentales de la existencia como el origen del hombre (en EE.UU hay colegios que deben enseñar la teoría creacionista en igualdad de condiciones con la teoría de la evolución), el impacto de la actividad humana sobre el medio ambiente o la gestión de la propia sexualidad.

La educación concertada, al estar financiada por el estado, otorga legitimidad democrática a la discriminación que centros privados con fuertes concepciones sobre la vida buena (normalmente religiosos) ejercen al restringir el acceso de los niños y niñas, que ciertamente han sido llevados voluntariamente por sus padres, a conocimientos y perspectivas que permitirán el desarrollo de su capacidad deliberativa crítica en el futuro.

La aceptación por nuestra democracia de la existencia de centros privados financiados con fondos públicos ha legitimado una especie de PIN institucional que, de facto, repito, restringe el acceso de niños y niñas a contenidos que permitirán su desarrollo como ciudadanos críticos (esto no se produce en todos los colegios concertados pero sí en la mayoría de los que tienen un fuerte ideario religioso)    

El PIN parental es grave pero, al menos, se está discutiendo; el PIN institucional, introducido mediante la educación concertada lo es más porque (1) ni siquiera se discute y se ha aceptado en nuestra democracia desde hace décadas; y (2) debilita la educación pública vía desvío de presupuestos.

La posibilidad de elegir de los padres colegios concertados (PIN institucional) o de vetar contenidos educativos aceptados por la institución escolar mediante sus procedimientos de participación y gobierno (PIN parental) solo va a favor de la libertad de elección de los padres pero ignora profundamente las responsabilidades democráticas de un estado con la libertad de todos los niños y niñas, y su obligación de fomentar el acceso a recursos docentes que desarrollen su capacidad de deliberar críticamente en el futuro para desarrollar su vida y mejora su sociedad.

Ni el PIN parental ni el PIN institucional (que implica la educación concertada) van a favor de la libertad, como proclaman los conservadores, sino, solo, a favor de la capacidad de elección de las familias pero a costa de desproteger la libertad de los niños y niñas, permitiendo la restricción de su acceso a una educación que fomente su capacidad de deliberación crítica, el ejercicio futuro de su libertad y el desarrollo de su capacidad para participar equilibradamente en democracia. 

Abel Novoa es médico de familia y experto en bioética