El término «negacionista» se está revelando como trashumante. Su última morada es el campo de la política, donde empieza a usarse para descalificar al adversario. El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, dice que tenemos una «oposición negacionista»; parece redundante pero no lo es.

El negacionismo se había vinculado tradicionalmente al holocausto. Negacionistas eran quienes negaban la realidad histórica del exterminio de millones de judíos y otras minorías a manos de los nazis. La palabra nace marcada por el horror de horrores, por la suprema perversidad, así que no es extraño que fuese mal recibida tras su primera mudanza, en las ciencias de la climatología. Allí, muchos de los llamados negacionistas consideran injusto comparar lo que ven como escrutinio científico con la actitud de quien falsea la verdad por intereses económicos y personales, encima con un mote de origen tan siniestro.

Pero en el itinerario de «negacionista» nos interesa sobre todo su estancia en terreno médico, al que llegó con el covid. Primero fueron negacionistas quienes dudaron de la existencia misma de la enfermedad; luego, los que cuestionaron su gravedad. Los presidentes Donald Trump o Jair Bolsonaro se ganaron enseguida el apodo, que quedó asociado a la derecha montaraz y al egoísmo neoliberal. La acusación de negacionista ha servido también para acallar el disenso en torno a las estrategias sanitarias desplegadas. Con ella se ha desprestigiado y desautorizado sin otros argumentos a epidemiólogos de gran valía, que también tenían mucho que decir. Y eso que el adjetivo en sí es semánticamente débil, porque su significado depende del contexto: igual de negacionista puede ser el que niega que la vacuna anticovídica sea eficaz como el que niega que a Suecia, a fin de cuentas, no le ha ido tan mal.

Con los meses, el apelativo engulló al conjunto polimorfo de supuestos incívicos que no cumplían a rajatabla las normas gubernativas, y a quienes se endilgó la responsabilidad de los sucesivos rebrotes, en un desplazamiento colectivo de la culpa que muy cómodo les vino, por cierto, a las esferas del poder. Este fenómeno arreció cuando se incorporaron al concepto los no vacunados, identificados con terraplanistas y otros exponentes de la sinrazón medieval, chivos expiatorios de que la pandemia no tocase a su fin. Increíblemente, vimos erigir un régimen de apartheid que los excluía de la vida en común, con la conformidad tácita de una mayoría, cuando no con su aplauso fervoroso. En España no podían entrar al bar; en Italia no podían tomar el autobús ni ir a trabajar; en Austria se decretó un confinamiento sólo para ellos.

Demostrado está que todas las sociedades, especialmente si están en crisis, necesitan una escoria. Ese es el espacio que han ocupado los «negacionistas». Para atacarlos hubo que suspender las convenciones que de ordinario rigen nuestra conducta pública y que tenemos por estandartes de una democracia plural. Con esa dispensa, a los «negacionistas» se los ha vilipendiado a placer, volcando sobre ellos la rabia y la frustración por una epidemia que no menguaba pese a todos los sacrificios que asumió la población.

Ahora, con las marcas abyectas que arrastra de su trashumancia —genocidio, locura, peste—, el calificativo ha cobrado una carga difusa pero claramente peyorativa. Válido para arrojarlo contra cualquiera que no comparta nuestras ideas, y sancionado por el recto pensamiento oficial, «negacionista» es ya un insulto por derecho propio.

Lorenzo Gallego es traductor y máster en bioética.